TIEMPO COMÚN- FIESTA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD – AÑO B
GUÍA PARA LA REFLEXIÓN
SANTÍSIMA TRINIDAD, LA COMUNIDAD DEL AMOR
Celebramos hoy el misterio del Amor de Dios-Comunidad.
La Santísima Trinidad es la Comunidad del Amor. ¡Dios es amor! No se puede
pensar en experiencia de Amor de modo solitario. La autoestima, en la
perspectiva de la ética teológica, no se identifica con la experiencia del
amor. El amor exige interacción y entrega al otro. La experiencia del Amor se
da a través del encuentro interpersonal. En la primera lectura Dios Padre se
hace presente en la vida del pueblo con acciones benéficas y al pueblo le toca
el reconocimiento de esa manifestación divina. El mismo Dios que educa en el
desierto a través del Espíritu Santo guía a los creyentes para que sean y vivan
como “hijos y herederos de Dios” (II lectura). Jesucristo es el Señor de la
Historia y de la Iglesia; es Él quien nos envía continuamente para que seamos
continuadores de su misión y nos acompaña todos los días.
I LECTURA: DEUTERONOMIO
4,32-34.39-40 – DIOS ES PADRE PRESENTE EN LA VIDA DE LOS HIJOS.
La fe del pueblo judío, desde sus orígenes conforme atestigua la Biblia
(cf. Gn 12), fue cimentada en una fuerte experiencia de interacción con Dios.
Dios vino al encuentro de Abraham tomando la iniciativa de formar un pueblo con
especial misión entre los demás; de Dios vino la promesa de estabilidad de
vida, de tierra propia, de bendiciones y descendencia numerosa (hijos); de Dios
vino la preocupación con la formación y acompañamiento de sus líderes (cfr. Abram,
Isaac, Jacob, Moisés, reyes, profetas…). Dios contempla la aflicción del pueblo
en la esclavitud de Egipto y viene al encuentro del clamor de ese pueblo (cf.
Ex 3,7). Dios habla con sus
representantes y los acompaña con mucha diligencia infundiéndoles seguridad y
valor como es el caso de Moisés, Josué y profetas para que fuesen buenos
pastores del pueblo (cf. Js 1, 5-7; Ez 34). En el libro del Deuteronomio
encontramos tres discursos atribuidos a Moisés dirigidos al pueblo. El pequeño
trecho de esta lectura forma parte del primer discurso. Moisés convida al
pueblo a reflexionar y reconocer la diferenciada presencia de Dios en su vida;
desde la creación Dios acompaña al pueblo (cf. Dt 4, 32. 36). Se manifestó en
el grande fenómeno de la liberación de la esclavitud de Egipto, hecho mediante
el cual Dios se reveló como aliado absoluto de la Vida y generoso defensor de
la dignidad humana: “¿de una punta del cielo hasta la otra ha existido acaso
cosa tan grande como esa? ¿Se oyó algo semejante?” (Dt 4, 33). Pero no bastaba
hacer salir al pueblo del ambiente de la esclavitud; Dios revelándose cual
pedagogo, acompaña al pueblo desierto adentro: es necesario que el pueblo
aprenda a ser libre, que sea sujeto promotor de su propia dignidad, ¡es un camino
fatigoso y difícil! En poco tiempo el pueblo deberá a prender que la liberación
es una conquista. En ese camino Dios se hace presente como un guía seguro por
el desierto defendiéndolos de los enemigos, presentándose en las pruebas,
haciéndose presente a través de fenómenos naturales (nube, viento, fuego…),
alentando en los combates (cf. Dt 4, 36). Frente a todas esas evidentes
manifestaciones de la bondad divina, debe nacer de parte del pueblo, un
compromiso, pues la fe debe ser respuesta humana frente a esa visible
emprendedora presencia de Dios. Por eso dice Moisés: “por tanto, reconoce hoy y
medite su corazón: Yahvé es el único Dios, tanto en lo alto del cielo, como
aquí abajo en la tierra. No existe otro”. El pueblo deberá testimoniar el
monoteísmo; no porque Moisés proponga ese camino, sino porque Dios se ha
revelado como “único” (cf. Dt 4, 35; 7, 9) “todo poderoso” (cf. Gn 35, 11; Ex
6, 3) y “libertador” (cfr. Ex 18, 10-11). Dios se manifestó como sujeto que
actúa, que viene al encuentro de la humanidad, acompaña, provoca y le pide una
actitud, una respuesta. En ese contexto de generosidad divina, la idolatría, o
desvío del culto al Dios Vivo y Único, es un grave pecado. Como bien comenta
san Agustín: “es el desprecio al Creador y apego a la creatura” (cr. Rm 1, 25).
Ese reconocimiento de la unicidad divina (ser único) debe tener consecuencias
concretas en la vida del pueblo a través de la obediencia: “observa los
estatutos y los mandamientos de Él”… Eso será causa de bendición: “así en todo
te irá bien a ti y a los hijos que vinieren después de ti, para que sus días se
prolonguen en la tierra, Yahvé su Dios les dará todo siempre” (Dt 4, 40).
NUESTRA VIDA:
Si bien meditamos esa narración considerando el
contexto de la Liberación de la esclavitud como manifestación de la bondad
divina en la vida de ese pueblo, somos invitados a reflexionar también, sobre
como la bondad de Dios se ha manifestado en nuestra vida personal, familiar y
comunitaria. Sí, Dios nos acompaña, se hace presente en nuestra historia también
hoy. Pero la percepción y el reconocimiento de esa actuación de Dios no son
inmediatos para nosotros. Primero es necesario tener fe… y ¡previa a la fe
viene la razón capaz de reconocer aquello que no es obra humana! (cf. Rm 1,
20). ¡Eso es honestidad! Por eso Moisés convida al pueblo a reflexionar, a
meditar, a comparar… ¡El texto nos convida a no ser indiferentes a Dios! La fe
es respuesta al reconocimiento de la actuación de Dios en nuestra vida y en la
historia; la fe se vuelve así un compromiso en dar un no a cualquier forma de
idolatría que es, apego a las cosas efímeras, desvíos de la fuente de todo… La
idolatría es falta de buen sentido, insuficiente sabiduría…pues cuando la
creatura racional adora a la creatura inanimada (cosas), la primera niega a sí
misma y queda sin esperanza. Cuando nuestra vida gira en torno a las cosas, o a
las empresas humanas, promovemos la “antropolatría” (la idolatría dirigida al
ser humano) y así se proyecta un dios a nuestra propia medida, un dios
“self-service”, un dios de ingeniería humana. Como consecuencia en ese
“religión humana” no habrá espacio para mandamientos ni para la obediencia,
porque estará vacía de preceptos éticos… y así los preceptos se identifican con
los deseos de la persona. ¡Esa es la trampa en la “New age”- la nueva era!
SALMO
33 (32): este es un salmo en que el salmista lanza una invitación a los justos y
rectos, a los creyentes, para exaltar a Dios (cf. Sal 33, 1), a través de una
liturgia con cantos acompañados al son de instrumentos musicales (cf Sal, 33,
2-3). La Palabra de Dios es recta y sus obras son verdaderas, pues creo el
cielo, la tierra y todo lo que existe (cf. Sal 33, 5-9). Dios ama la justicia y
el derecho, y su amor llena la tierra; sus planes permanecen inmutables (cf.
Sal 33, 4.11). En cuanto a los hombres “Él formo el corazón de cada uno y por
todos sus actos se interesa” (Sal 33, 15). ¡Feliz
quien en Él espera! (cf. Sal 33, 17. 22).
II LECTURA: Romanos 8,14-17 – DIOS ESPÍRITU SANTO GUÍA
DE LOS HIJOS DE DIOS
Bien inserta en el contexto litúrgico de la fiesta de la Santísima
Trinidad, esta segunda lectura acentúa la acción del Espíritu Santo en pro de
los hijos de Dios y herederos de la promesa de la salvación traída a nosotros
por Jesucristo. Pablo afirma que “todos los que son guiados por el Espíritu de
Dios son hijos de Dios” (Rm 8, 14). Ser hijo, mas que una cuestión biológica y
genética, es una actitud moral, una conciencia de relación; ser hijo es aceptar
ser “guiado”, acoger orientaciones, obedecer. El verbo “guiar” presupone de la
parte humana la ignorancia, la insuficiencia, pero también ¡la libertad de la
rebelión! Pero quien se rebela en su ignorancia, muestra la grandeza de su
propio orgullo, ¡cae en la incertidumbre de cuál es el camino correcto y
quedará con la convicción de no saber a donde ir! De nada sirve el trabajo de
un guía sin la aceptación por parte de los caminantes. “Hijo” es quien tiene
conciencia de una herencia recibida que lo compromete en una cualidad de
relación con su Padre, sus hermanos y parientes. Esa conciencia de ser
dinámicamente hijo de Dios es fruto de la acción del Espíritu Santo en
nosotros: “el propio Espíritu asegura a nuestro espíritu que somos hijos de
Dios” (Rm 8, 16). Pablo concluye su razonamiento “y si nosotros somos hijos,
somos también herederos: herederos de Dios, herederos junto con Cristo, una vez
que, hemos participado de sus sufrimientos, también participaremos de su
gloria” (Rm 8, 17). ¿Qué herencia es esa? El propio Jesús nos responde: “Esta
es la voluntad de mi Padre: que todo hombre que ve al Hijo y cree en Él, tenga
vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día”… (Jn 6, 39-40). Esa herencia
es la vida eterna, la salvación, la suprema felicidad, la gloria eterna (cf. Mt
25, 34). El Espíritu Santo continuamente nos recuerda ese llamado, pero eso
tiene un precio. Es necesario querer, creer y traducir esa esperanza en
compromiso en favor de los demás (cf Mt 25, 31-46). Es así como se participa de
los sufrimientos de Cristo hoy, enfrentando los desafíos de la lucha por el bien
(cr. Rm 8, 17).
NUESTRA VIDA:
Estamos viviendo en una cultura profundamente marcada
por el subjetivismo. Ese fenómeno genera una diversidad de otros males: el “yo”
inflado, el relativismo moral, la indisponibilidad al discernimiento de la
verdad, etc. La fe nos compromete continuamente en un camino progresivo de
educación moral personal, que significa aprender a discernir, reflexionar para
poder dejarse guiar por el Espíritu Santo, saber obedecer. Por causa de la ausencia
de eso, encontramos gente que a pesar de decir “soy hijo de Dios”, no se siente
comprometido en una cualificada relación con su Padre, ni heredero de sus
promesas… ¡pues no las conoce! En medio de una sociedad que vive una profunda
crisis de “paternidad” (relación), también queda comprometido el significado de
“ser hijo” y de los derechos a la “herencia”.
EVANGELIO: Mateo 28,16-20 – JESUCRISTO, EL SEÑOR DE LA
HISTORIA.
Este pasaje de Mateo corresponde al final del su
evangelio. Estamos dentro del contexto post-pascual. Los discípulos ya nos
doce, sino solo once. Está ausente Judas Iscariote, el traidor. El vacío dejado
por ese discípulo, que Mateo acentúa, quiere alertar a la naciente comunidad
que deberá velar siempre por la fidelidad al Maestro. Ese dualismo de
“fidelidad y traición” al Maestro es claro en esta descripción. Los discípulos
son obedientes, van a Galilea, están en la continuación de la Misión del Mesías
en medio de los pobres galileos; la referencia geográfica también es rica de
significados, pues el “monte o montaña” es el lugar de la oración, del diálogo
con Dios, de la alimentación espiritual que transfigura al fiel de Jesús (cf.
Mt 17, 2; Mc 9, 2). Los discípulos reconocen a Jesús y se arrodillan delante de
él cuando lo ven (cf. Mt 28, 17). Sin embargo, nada humano es perfecto. Mateo
describe también la fragilidad presente en la incipiente comunidad de los
discípulos: “aún así, algunos dudarán”.
Pero es impresionante como Jesús conoce la bondad humana y sabe de sus
potencialidades positivas; no se deja amedrentar por la manifestación de las
limitaciones ajenas y por eso continúa haciendo inversiones en esos hombres
apostando en el futuro de ellos, de ese pequeño grupo; y les confía la propia
misión recibida del Padre: “toda la autoridad me fue dada en el cielo y sobre
la tierra. Por tanto, vayan y hagan que todos los pueblos se vuelvan mis
discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu
Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo les ordené a ustedes. He aquí que
estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 17-20). Lo
que cuenta ahora ya no es tanto la pequeñez y la fragilidad de sus discípulos,
sino la autoridad que recibieron. La misión recibida es aquella de “hacer
discípulos”, suscitar la fe y bautizar como gesto de compromiso de conversión,
de vida nueva. El bautismo es sacramento -señal visible- de la fe invisible. El
sacramento (gesto señal), sin fe queda en el vacío. ¡El bautismo no es una
invención de la Iglesia! La palabra bautizar en griego quiere decir “sumergir”.
En el bautismo fuimos sumergidos en el misterio de la Santísima Trinidad. El
sumergimiento presupone un “mojarse”, “embeberse”, “ensoparse”… a semejanza de
lo que pasa con una esponja cuando la colocamos en el agua. Esa agua es símbolo
del misterio de la Santísima Trinidad, o sea, del amor, de la comunión de
bienes, de la armonía, de la reciprocidad, de la gratitud… ese es el compromiso
que asumimos en el bautismo. Del bautismo en la Trinidad Santa, asumimos una
vocación comunitaria. En fin, como Dios Padre acompañó al pueblo en el desierto
rumbo a la seguridad de la liberación, del mismo modo Dios Hijo por medio de su
Espíritu, se hace presente en la vida de la Iglesia. Nunca
estaremos solos.
NUESTRA VIDA:
En ningún momento Jesús declaró la perfección de sus
discípulos. Al contrario, su fragilidad es muy señalada: incomprensión,
egoísmo, deseo de venganza, disputas internas, falta de fe, instalamiento, huida
de los problemas, falta de valor, miedo, cerrazón… A medida que se aproxima la
muerte de Jesús observamos en los evangelios un acentuado registro de la
pequeñez y mezquindad de los doce. Esa dimensión humana de los discípulos de
Jesús, que hoy se actualiza en los errores y aciertos de cada uno de nosotros,
no va contra la naturaleza de la Iglesia, al contrario, resalta la certeza de
que esa comunidad de creyentes, cuenta, de facto, con una asistencia del
Espíritu Santo. De ese hecho podemos sacar muchas lecciones: no hay disculpas
para la comodidad, para la indiferencia frente a las necesidades, para el miedo
de colocarse al servicio de los que más necesitan y ni para el sentimiento de
la falsa humildad de “no saber hacer nada”… “de no tener preparación”… Pues
Dios quiere de nos simplemente la disponibilidad…sus escogidos deben ser
instrumentos y por eso los capacita, los educa, los anima, los acompaña… y los
recompensará con generosidad. ¡Jesús es el Señor de la Historia y de la
Iglesia!
MENSAJES Y COMPROMISOS:
- Somos invitados a
identificar en nuestra historia personal y comunitaria el amor con el cual
Dios Padre nos acompaña.
- El Espíritu Santo nos
da la conciencia de ser hijos de Dios, nos guía, nos inspira, nos educa,
¡nos advierte! Quién es hijo es heredero del paraíso, la morada de Dios.
- Somos continuadores de
la misión de Jesús, asistidos por Él, animados por el Espíritu Santo.
Mons. Antônio de Assis Ribeiro SDB
Traducción
Ramón Salcido
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